¿Qué esperar en seguridad pública para el fin del sexenio?

ESPECIAL, jul. 20.- La respuesta a la pregunta que titula esta columna es desalentadora: todo indica un panorama desalentador. Las últimas semanas nos dejaron cinco viñetas que podrían parecer pasajeras. Convendría no olvidarlas. Mi hipótesis: estas apuntan el inicio de un recrudecimiento de la situación de inseguridad en el país. Todo indica que estamos en el preludio de una ola de violencia. Para la cresta falta mucho. Aquí las cinco viñetas a las que me refiero:

La primera: La toma de carreteras y de las arterias principales de Chilpancingo por parte de los Ardilllos, una mafia regional cuya base social sometió a la capital de Guerrero y municipios aledaños por dos días. Lo verdaderamente excepcional fue atestiguar la capacidad de los Ardillos de, por un lado, movilizar a más de dos mil pobladores, y, por el otro, disfrazar sus intereses criminales de legítimas demandas populares.

Una segunda: el asesinato de seis policías estatales en Tlajomulco, Jalisco mediante una explosión. Según la versión oficial, una patrulla de policías seguía pistas de una fosa clandestina reportada mediante una llamada anónima, cuando fue presa de una emboscada con el único propósito de matar al mayor número de personas. ¿Los perpetradores? Con toda probabilidad, el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG).

Tercera viñeta: el secuestro de dieciséis trabajadores de la Secretaría de Seguridad del Estado de Chiapas en un pueblo cercano a Tuxtla Gutiérrez. Los raptores exigían la destitución de tres policías estatales a cambio de la liberación de los trabajadores. El tema escaló a la mañanera y tan sólo cinco días después, y gracias a la movilización de más de mil agentes, los trabajadores fueron liberados. Lo sucedido en Chiapas fue el penúltimo aviso de una crisis de seguridad que apenas llega a las notas nacionales. Los locales sufren desde hace meses.

Cuarta: el brutal asesinato en Michoacán de Hipólito Mora, uno de los fundadores de las autodefensas del estado mexicano. A pesar de que contaba con escolta y de que las amenazas en su contra eran públicas y conocidas por el gobernador del estado, a Mora la muerte lo encontró en la Ruana, la comunidad donde había fundado sus autodefensas una década atrás.

Una última viñeta: la figura de Montserrat Caballero, alcalde de Tijuana, encerrada en el cuartel militar del Ejército, al sur de la ciudad. Caballero decidió mudarse con su hijo al cuartel porque temía ser asesinada en su casa por alguno de los grupos que se disputan el control de la ciudad. La alcaldesa lleva más de un mes refugiada. La autoridad, sitiada.

Tenemos dos opciones. Podemos pretender que las cinco viñetas no tienen la más mínima vinculación entre sí; esto es, rebajarlas al nivel de lo episódico o fortuito. Tratarlas como anécdotas. El planteamiento es sencillo, casi deseable: en un país tan grande y complejo este tipo de cosas pasan.

La otra opción es hacernos cargo de la situación y aceptar que estamos frente a un recrudecimiento, si aún cabe, del estado de la seguridad en el país. Por donde se mire, desde Tijuana hasta Chiapas, diferentes partes del país viven una realidad cada vez más complicada. El crimen está por todas partes.

Durante el sexenio de López Obrador se logró detener el crecimiento de la violencia homicida iniciada hacia la segunda mitad del gobierno de Enrique Peña Nieto. Tras estabilizar la escalada, sin embargo, el número de homicidios no cayeron como se esperaba y, según los números de los últimos dos meses, estos comienzan a repuntar. Con dos mil trescientos tres homicidios dolosos, junio fue el mes más violento del año. Los números de julio no prometen un mejor futuro. Acaso lo contrario. Por si fuera poco, los resultados que arrojó la última Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU, INEGI) son peores que los de la última muestra tres meses atrás. Algo se mueve para mal en la seguridad pública en México.

Hay que reconocerlo: en cuatro años, el gobierno federal fracasó en su intento por desarticular a las principales redes criminales del país y reducir el número de mercados ilegales en los que éstos participan. EL CJNG, principal generador de violencia en México, está fortalecido: Sus células están presentes en la totalidad de las ciudades del país y participan en todos los mercados ilegales imaginables (e inimaginables). En algunos lugares, han logrado encontrar equilibrios más o menos pacíficos con los grupos preexistentes y autoridades locales. En otros, como Colima, Tamaulipas y Guerrero, han elegido el camino de la violencia extrema para hacer valer su autoridad.

Además de no lograr desmembrar a las grandes redes criminales, el gobierno federal tampoco ha sido exitoso en detener la pulverización de otras. El número de organizaciones criminales pasó de 250 a casi 400 en los últimos cuatro años. Hay más grupos y, por lo general, son mucho más violentos que antes. Así, tenemos el peor de los mundos: ni se desarticularon las grandes organizaciones criminales ni se impidió la generación de nuevas estructuras. El panorama hacia el futuro no es alentador.

Aquí mi hipótesis: el final del sexenio se avecina más complejo de lo esperado. Las viñetas esbozadas a lo largo del texto se tornarán más y más comunes si algo no cambia en la estrategia del gobierno federal. El agravamiento de la situación llega en el peor momento, cuando los partidos políticos comienzan su proceso de selección de candidatos locales o regionales.

Hay motivos para estar preocupados: Entre septiembre de 2017 y julio de 2018, es decir, en el penúltimo proceso electoral, fueron asesinados 48 candidatos y 85 políticos en México. Tres años después, para el proceso electoral de 2021, hubo 90 asesinatos contra políticos y candidatos. En la mesa están todos los ingredientes para que estos números palidezcan frente a lo que podremos observar en los meses siguientes.

La situación empora y el periodo electoral de 2024 está por comenzar. Espero equivocarme, pero la violencia que se viene será aterradora.

Por Carlos A. Pérez Ricart

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