Una mina de sonrisas: momentos que valen oro para los pequeños

Donde la niñez brilla más que el cobre: un festival que vale oro

NAVOJOA, Sonora; Mayo 03 del 2025 (NPN).- Hay días que quedan grabados en la memoria para siempre, y este Día del Niño fue uno de esos momentos mágicos para los hijos de los trabajadores de la mina Cobre del Mayo. Desde temprana hora, la emoción se sentía en el aire; pequeños con mochilas de colores, peinados bien hechos y caritas pintadas de ilusión, subían a los camiones facilitados por la empresa que los llevarían a una jornada inolvidable en la Hacienda Santa Anita, en la comisaría de San Ignacio Cohuirimpo.

Los autobuses llegaron desde varias comunidades, como Los Tanques y San Bernardo. En cada uno de ellos, viajaban las sonrisas más puras de la gran familia minera.

 Para muchos niños, no solo era un paseo fuera de su comunidad, era su primera gran aventura, una expedición llena de promesas, dulces y juegos. La llegada fue como abrir un regalo que contiene otro regalo dentro: cada rincón estaba diseñado para sorprender y alegrar.

Al pisar la Hacienda, los pequeños fueron recibidos por un mundo que parecía salido de un cuento. Globos multicolores ondeaban con la brisa, los juegos inflables ya esperaban brincos infinitos, y una orquesta de carcajadas comenzó a sonar por todo el lugar. Juegos tradicionales como “ponle la cola al burro”, el mini boliche y el juego de aros revivieron la esencia de una infancia que no necesita más que alegría compartida.

Las payasitas con sus narices rojas y movimientos cómicos hicieron reír incluso a los más tímidos. Hubo un rincón para pintar y dejar volar la creatividad, mientras otros preferían lanzarse una y otra vez en el mini yumping. A cada paso, había una nueva emoción, una nueva historia por contar al llegar a casa.

La comida fue otro regalo para los sentidos: hot dogs recién preparados, vasitos de frutas con chile, raspados de colores vibrantes y el dulce sabor del “chamo” que se volvió el favorito de muchos. En cada mesa, se compartía no solo el alimento, sino la felicidad colectiva de ver a los niños ser simplemente niños.

Y cuando todos pensaban que la magia había alcanzado su cima, apareció él: el carismático Pollo Layo. Con sus plumas amarillas y su energía inagotable, bailó, brincó y se convirtió en el cómplice perfecto de los más pequeños. Abrazos, fotos, gritos de emoción y pasos de baile llenaron la explanada como si la fiesta apenas comenzara.

Para los padres, ver a sus hijos disfrutar así fue también un regalo. Entre sonrisas y miradas cómplices, supieron que más allá del esfuerzo diario en la mina, hay momentos que valen oro: los que construyen recuerdos felices. La empresa, al organizar este festival, no solo reconoció su compromiso con los trabajadores, sino que sembró alegría en sus familias.

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