Apapáchame la lengua

Madrid, oct. 8.- Esta semana, volvemos a colaborar con nuestros amigos de Revista 5W, el medio de comunicación fundado por periodistas y que desde hace años apoya el trabajo periodístico de multitud de corresponsales repartidos por el globo.

En esta entrega, la periodista mexicana Eileen Truax reflexiona sobre la mezcla de tantas lenguas en nuestras sociedades multiculturales.

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Cuestión de lenguas

Por Eileen Truax

Hay palabras que son un apapacho, cuya sola mención evoca momentos, olores, una sensación de confort y de hogar. “Apapacho”, una palabra de origen náhuatl que se utiliza en México, es definida por la Academia de la Lengua Española como “palmadita cariñosa o abrazo”; pero su sentido real es uno que se expande, arrulla y conforta: para quienes la usamos cotidianamente, apapacho significa “acariciar con el corazón”.

Los puristas de las lenguas, con su libro de etimologías en una mano y un dedo flamígero en la otra, dicen que esta definición es resultado de una romantización del término, derivado de la voz náhuatl patzoa, que en sentido estricto significa “apretar”. Da igual, porque cuando la cosa va de sentimientos, de purititas tripas y corazón, entre nosotros nos entendemos —y nos apapachamos.

Llevo varias semanas reflexionando sobre la importancia de la lengua materna, aquella en la que te arrullaron por las noches, la lengua en la que te han amado. La mayor parte de los seres humanos, el sesenta por ciento, hablan más de un idioma de manera cotidiana; de ellos, casi un veinte por ciento habla tres idiomas o más. Esto puede representar un problema para los más dogmáticos, ya que los términos, las palabras y sus usos, se mezclan, se enciman, se traslapan y surgen nuevas maneras de hablar; como un gran apapacho, las lenguas que sientes cercanas, dependiendo de la situación o el lugar, te arropan y te dan pertenencia.

Hace algunos años estuve con un grupo de jóvenes universitarios latinoamericanos en Estados Unidos, chicos hijos de familias inmigrantes. Una de sus dinámicas era un juego de palabras: la primera persona diría el nombre de un animal; la siguiente diría otro cuya primera letra fuera la última de la palabra anterior, y así sucesivamente: dog, goose, elephant, tiger, rhino. La misma regla se repitió con países, y más tarde con alimentos. En este punto, estos jóvenes que en casa hablan en español —aunque el resto de su vida la hagan en inglés— cambiaron de idioma: tacos, sopa de frijol, lentejas, salsa, aguacate, enchiladas. Imperceptiblemente, como ocurre en su vida diaria, dominó el idioma que remite al hogar, un apapacho para el estómago y el corazón.

La impronta de la lengua materna está en aquellas cosas que nos hacen humanos: uno come, gime de placer, reza, sufre y ama en su idioma, porque la lengua materna está hecha de un tejido de referentes comunes que facilitan cualquier relación o actividad no racional. El t’estimo catalán, que porta tanto sentimiento al ser pronunciado junto al Mediterráneo, suena ambiguo para un mexicano habituado a estimar a un compañero de trabajo; a la pareja, a un hijo, a la madre, no se les estima, se les ama. 

Mientras escribo estas líneas, la política y la burocracia europea debaten la conveniencia de permitir que las lenguas maternas de millones de sus ciudadanos —10 millones tan solo en el caso de Cataluña; tres millones más que el número de personas que hablan las 69 lenguas indígenas de México— sean habladas en el sitio donde se representan los intereses y los derechos de dichos ciudadanos. Las luchas por los derechos laborales y la justicia social, la defensa del multiculturalismo y la diversidad que es virtud de la mayoría de quienes vivimos en el planeta, ¿no tendrían más sentido si se hacen en el idioma que es de uno?

Todas las estadísticas indican que las generaciones jóvenes están cada vez más expuestas al multilingüismo; esto, lejos de ser una amenaza, es un activo para tender puentes de comprensión entre individuos y entre pueblos. En mi caso, tras vivir 17 años en Estados Unidos rodeada de iloveyous, dos años en Barcelona han logrado sacudirme un poco cuando escucho el t’estimo catalán, y mis amigas de Madrid entienden que sus achuchones («caricia o abrazo que se da como muestra de afecto») serán respondidos con mis apapachos. Nuestro vínculo emocional, el que se construye sin palabras con nuestros amigos o con quienes viven en el país vecino, se fortalecerá aún más cuando todos nos podamos apapachar reconociendo y respetando la lengua que a cada uno le acaricia el corazón.

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