Recuerdos, embarazadas y ganas de comprar: los sorprendentes poderes del olfato humano
ESPECIAL, jul. 28.- Cuando nuestros primitivos antepasados se elevaron sobre sus patas y dejaron de ser cuadrúpedos, los telesentidos (vista y oído), muy poderosos para percibir las ocurrencias de la lejanía, se impusieron a los sentidos proximales (gusto y olfato), más estrechamente relacionados con la supervivencia, con comer y con evitar peligros. Pero, lejos de perecer, esos sentidos químicos ancestrales siguen formando parte esencial de nuestra naturaleza. Aunque no nos demos cuenta, los humanos de hoy seguimos teniendo un poderoso sentido del olfato.
Entre dos piscinas olímpicas llenas de agua, un humano puede detectar por el olfato la que contiene disueltas unas gotitas del odorante mercaptano, un producto que se le suele echar al gas propano para identificar su presencia y poder detectar sus fugas en las cocinas domésticas o en cualquier otro lugar en que se utilice. Podemos también distinguir dos olores que difieren solo un 7% en su concentración y, por el olor, podemos saber si una camiseta es la que hemos llevado nosotros mismos u otra persona hasta 24 horas después de ser usada.
Un padre o una madre pueden distinguir el olor de su bebé del de otro bebé. Por su específico olor corporal, podemos detectar la pareja que mejor se nos acopla genéticamente. Así, si una mujer huele las camisetas que han llevado varios hombres, puede resultarle más agradable la del hombre con quien sería menor la probabilidad de tener un descendiente con alguna enfermedad, por razones de incompatibilidad genética. Por supuesto, no es oliendo camisetas como elegimos pareja, pero la prueba funciona y debió desempeñar un importante papel promotor de la supervivencia en la evolución de los animales.
Aunque solemos tener dificultad para saber de dónde viene un olor, moviendo la cabeza o el cuerpo podemos localizar el objeto que huele, y hasta podemos aprender a seguir un rastro oloroso en un campo; no tan bien, desde luego, como muchos animales. A pesar de tener esa gran sensibilidad olfativa, solo prestamos atención a lo que huele mucho, y poca a lo que huele poco, incluso cuando también estamos capacitados para detectarlo.
Generalmente, minusvaloramos nuestra propia capacidad olfativa; salvo, eso sí, cuando el olor es desagradable y molesto, pues a los malos olores les prestamos más atención. Los dependientes de perfumería o los catadores de vino mejoran su olfato con la práctica, y el olfato también mejora cuando hace mucho que no comemos y tenemos hambre, pues entonces las células de las paredes del estómago segregan una hormona especial, la grelina, que viajando por la sangre llega al cerebro donde, además de activar los circuitos neuronales del hambre en el hipotálamo, estimula también la exploración mediante el esnifado y aumenta la sensibilidad olfatoria, todo lo cual ayuda a localizar, identificar y seleccionar comidas.
Imaginemos que nos encargasen clasificar frutas por su olor. ¿En qué olor clasificaríamos una naranja? ¿Y un melón o un plátano? Si tuviésemos muchas frutas para clasificarlas por su olor, lo más probable es que acabaríamos haciendo tantas casillas como frutas diferentes. Aunque podemos discriminar miles de diferentes olores, no tenemos nombres para cada uno de ellos. En realidad, para ninguno. El olfato es el único sentido para cuyas múltiples experiencias no tenemos nombres específicos como sí los tenemos para los colores (rojo, verde, amarillo) o los gustos (salado, dulce). Describir específicamente un olor es difícil, pues en el mejor de los casos lo que acabamos diciendo es que una cosa huele a otra: esto de aquí huele a rosas, aquello huele a tierra mojada, lo de más allá huele a quemado, etc.
Además, la mayoría de los olores que percibimos no son simples, sino mezclas de otros muchos olores. Por ejemplo, en un caldo de cocido puede haber decenas de diferentes odorantes. Sin embargo, la percepción del olor en humanos es tan sintética que hasta el mejor de los entrenados enólogos no es capaz de percibir más de tres componentes de una mezcla. ¿Se imagina usted la gran cantidad de vocabulario que necesitaríamos para dar nombre a todos los miles de olores que somos capaces de percibir?
Olores sin nombre
Si no tenemos nombres para los olores es porque el olfato no es un sentido analítico, es decir, no ha evolucionado para que conozcamos cómo son las cosas que olemos, sus características y detalles precisos, pues para eso tenemos otros sentidos, como la vista. El olfato ha evolucionado para identificar las cosas que olemos, es decir, para saber qué es lo que huele y tomar medidas como no comerlo o buscar dónde está el fuego. Ningún intento conocido de establecer nombres para los olores ha tenido éxito, pues incluso la mejor de esas clasificaciones deja fuera muchos olores, conocidos y desconocidos.
Por otro lado, la experiencia popular sostiene que las mujeres de todas las edades suelen identificar los olores mejor que los hombres; por supuesto, siempre que no sean fumadoras, pues los fumadores, sean hombres o mujeres, tienen peor olfato que los no fumadores. Lo que no es cierto, aunque mucha gente lo crea, es que las mujeres embarazadas tienen más sensibilidad olfatoria, pues no hay pruebas científicas de ello. Lo que sí parece cambiar en tiempo de gestación es el valor hedónico de muchos olores, haciendo, por ejemplo, que las embarazadas generen aversión a los olores familiares de ciertas comidas.
La mujer embarazada, cuando algunos olores le producen un rechazo mayor de lo habitual, cree que es más sensible a ellos; cuando en realidad no lo es, sino que no le gusta su olor. Se ha comprobado también que los olores y sabores de la dieta de la madre durante la gestación, y el propio olor distintivo de la madre, influye en las preferencias y percepción de olores de sus bebés una vez que nacen. Los odorantes en el líquido amniótico y en la leche materna pueden ejercer ese tipo de influencia, alterando quizá la organización del cerebro olfativo en desarrollo de su feto o del recién nacido.
Más extraño es lo que ocurre en ocasiones en las que, como por arte de magia, pasamos de un estado normal a cierto estado de euforia o, contrariamente, a una sensación de malestar o enfado sin que sepamos por qué. Ahora sabemos que, entre otras posibles causas, esos cambios repentinos pueden tener su origen en odorantes ambientales, incluso cuando su concentración en el aire circundante sea tan baja que no llegamos a percibirlos conscientemente. No olemos nada, pero cambia nuestro humor.
En efecto, se ha demostrado que, aunque no nos demos cuenta, algunos estímulos olfatorios subliminales tienen la sorprendente capacidad de afectar al estado de ánimo, a los juicios sociales y a las valoraciones que hacemos sobre las cosas o sobre el consumo comercial de las personas, como bien saben los especialistas en neuromarketing. Los olores desagradables, incluso cuando son inconscientemente percibidos, empeoran el humor e inducen ansiedad en las personas. Contrariamente, se ha comprobado que la dispersión de un agradable aroma de naranja en la sala de espera de un dentista mejora el humor de las pacientes; solo el de las mujeres, pero no el de los hombres, quizá por la mayor sensibilidad olfativa de las primeras.
De los estados de ánimo al consumo
Donde mejor se ha constatado la influencia social de los olores es en la industria del consumo, en el comercio. Se ha comprobado que la dispersión de un odorante agradable en un centro comercial no solo incrementa positivamente la percepción de los compradores, sino también el dinero gastado (sobre todo por los jóvenes) y también la memoria y apreciación del lugar que le queda a la gente. Algo parecido pudo comprobarse en un restaurante en relación con el tiempo de permanencia y el dinero gastado. Determinados olores, pero no otros, aumentaron también el gasto en las máquinas de un casino. En la mayoría de estos casos ni siquiera fue necesaria la percepción consciente de los olores. Bastó con una infusión subliminal, es decir, una baja concentración del odorante.
Por último, quién no ha revivido emociones y situaciones de la temprana infancia al abrir un viejo baúl y recibir el impacto oloroso de los viejos juguetes, los vestidos y otros objetos. Los olores evocan mejor que cualquier otro sentido memorias de la infancia, particularmente de los diez primeros años de vida. El escritor Marcel Proust hizo popular su propia experiencia al relatar cómo el comer una magdalena empapada en té le trajo poderosos recuerdos de su infancia. En su caso, es algo que pudo ocurrir no solo por degustar la magdalena en su boca, sino también porque su olor estimuló los receptores de sus fosas nasales interiormente, desde la faringe, es decir, por la estimulación olfatoria retronasal que completa el sentido del gusto y origina los sabores.
Más que cualquier otro sentido, el olfato nos devuelve al pasado remoto creando de un modo vivo la sensación de estar allí, de revivirlo intensamente. La selección natural, cual imparable y afanoso escultor, hizo posible a lo largo de la evolución todas esas capacidades olfativas que tenemos, estableciendo múltiples y rígidas conexiones entre las neuronas y los circuitos cerebrales que procesan el olfato y los que procesan los demás sentidos, la motivación, las emociones y la memoria. Aseguró así que los estímulos asociados a cosas importantes para la supervivencia, como la comida, el sexo y los peligros, no se olvidasen por mucho tiempo que hubiera transcurrido.
Cuando nos referimos a comidas hablamos de aromas, y de fragancias en el caso de los perfumes, palabra que procede del latín per fumum (olor obtenido por medio del humo que resulta cuando algo arde). Recientemente, en un conjunto funerario romano en Carmona (Sevilla) se ha encontrado un viejo frasco conteniendo lo que se supone era un perfume utilizado por los antiguos romanos, un aceite de origen indio conocido como pachulí, que todavía hoy se utiliza en perfumería. ¿Pudo Julio César utilizar ese perfume para cortejar a Cleopatra? Si hay cosas que han cambiado relativamente poco en los últimos milenios, e incluso a lo largo de la evolución, el sentido del olfato está entre ellas.
Por IGNACIO MORGADO BERNAL
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