Elizabeth Horan: “Gabriela Mistral es para América Latina tan importante como Bolívar, Martí o Mariátegui”
ESPECIAL, jun. 12.- La académica Elizabeth Horan nació hace 67 años en Estados Unidos, pero cuando se la tiene enfrente da la sensación de que se está en presencia de un espíritu demasiado joven, con la energía avasalladora propia de los veintes, ese tiempo en el que el mundo es un mar de posibilidades infinitas dispuestas ante nuestros ojos para lanzarnos en sus profundidades. Ella lo hizo así entonces, cuando viajó por su propia cuenta a la España de La movida, o cuando decidió sumergirse en las entrañas de América Latina después de aprender español y latín y de leerse todo lo que se encontró a su paso sobre literatura latinoamericana. Hace unos 20 años comenzó a indagar sobre el personaje que le pareció el más fascinante de todos: la chilena Gabriela Mistral. Ahora, con ese brillo en sus ojos cuando habla sobre sus más grandes pasiones, presenta el primero de tres libros sobre la vida de la poeta, escritora, profesora y la única mujer nobel de literatura [1945] que ha tenido esta región y la primera de los grandes en identificarse públicamente como mestiza: Mistral. Una vida. Solo me halla quien me ama (Penguin Random House, 2024).
“Gabriela escribía cartas, muchas cartas, demasiadas cartas”, cuenta Horan en una de las páginas del libro. Gracias eso —y a su descomunal obra que todavía no está totalmente explorada ni publicada— Horan pudo trazar las líneas del perfil de Mistral; el recorrido desde el nacimiento de la chilena, en 1889, en un pequeño poblado pegado a la cordillera de los Andes llamado El Valle del Elqui, hasta el momento en el que sale con rumbo a México, a sus 33 años de edad, para ser parte del plan educativo y cultural del exsecretario de Educación Pública José Vasconcelos, para lo que tuvo que pasar varias pruebas que le pusieron los diplomáticos mexicanos.
Así fue esa primera parte de su vida, un complejo camino cuesta arriba para hacerse de un lugar en el magisterio chileno y después, en la carrera como diplomática. No lo tuvo fácil. Provenía de una familia de clase media baja a la que, cuando tuvo edad, mantenía con su sueldo de maestra. Creció en un hogar sostenido por mujeres —todas las mujeres de su familia sabían leer y escribir, en una época en la que una de cada diez chilenas podía hacerlo. Su hermana y su madre hicieron lo que pudieron para mantener en pie la casa y para que Mistral se incorporara al mundo que le daría nuevas y mejores herramientas para sobrevivir. En una carta a su buena —y extremadamente rica— amiga Victoria Ocampo escribía: “Durezas, fanatismos, fealdades, hay en mí de que usted no podrá hacerse cargo ignorando como ignora lo que son treinta años de mascar piedra bruta con encías de mujer, dentro de una raza dura”.
Las durezas y fealdades cobraban todas las formas imaginables en su infancia. La sombra de un presunto abuso sexual cuando tenía 7 años —por un amigo cercano de su familia—, su extrema timidez y sus pocas ganas por cumplir con los roles que le imponía el ser mujer en un país y en un tiempo en el que eso representaba una desventaja; sus preferencias sexuales, con una identificación clara por lo queer (un término que describe una identidad de género y sexual distinta a la heterosexual y cisgénero), y sus deseos de explorar el mundo más allá del Valle que la vio nacer y convertirse luego en la primera escritora latinoamericana en ganar un premio Nobel.
Horan, en su infinito entusiasmo, recuerda haberse preguntado: “¿Cómo salió [Lucila Godoy Alcagaya —el verdadero nombre de Mistral—] de este valle sin ningún privilegio de apellido, que en Chile es, o lo era todo? Sin tener ninguna educación formal después de los 10 años, y llegar a la cima de cuatro profesiones, internacionalmente”, dice. Porque, además de poeta y escritora, maestra y diplomática, Mistral fue una periodista audaz y prolífica. “Empezó en Coquimbo y publicó más que cualquier otro autor de su época, cuando era solo una adolescente. Escribió cerca de 800 artículos”, recuerda.
Y cómo —tal como la autora lo cuenta en su libro— Mistral logró hacerse de un espacio en la historia mundial de la literatura a pesar de sus detractores “envidiosos que la tildaban de escritorzuela de tercera”, como el escritor español Pío Baroja, que en 1946, meses después de que la chilena recibiera el Nobel, la criticaba diciéndole: “poetisa cacatúa”, o como Jorge Luis Borges, que le juzgaba mal tanto su poesía como sus artículos.
Ser mestiza, su orgullo
Gabriela Mistral, reflexiona Horan, no es solo la primera, sino que también es la única gran escritora latinoamericana del siglo XX en declarar su origen campesino y en describirse a sí misma como mestiza: “Signo del racismo que la rodeaba, ella no asumió abiertamente aquella identidad, sino hasta poco después de la muerte de su madre, la única autoridad para contrariarla”, dice. “Hay que decir que era muy racista el ambiente chileno representado en las publicaciones regionales y nacionales de la época. Basta leer la obra superventas de Nicolás Palacios [Raza chilena, en 1904] o ver las cifras de mortalidad entre los pueblos originarios para entender por qué Mistral, en su época chilena, apenas se refiere directamente a la identidad racial. Sin embargo, bien mirado, sí lo hace, pero en lengua cifrada y metafórica, del mismo modo en que hace referencia a lo queer, a su masculinidad femenina”, asegura Horan.
Tras más de 20 años estudiando, repasando y redescubriendo nuevos escritos y aportaciones de Mistral, Horan asegura que el lugar de la chilena todavía dista mucho de lo que merece. “Gabriela Mistral es para América Latina una fuente sin fin. Que ha forjado una lengua totalmente suya y que en su prosa es muy accesible. Es de los primeros escritores en pensar la América Latina como entidad. No ha recibido la atención que debiera haber recibido, es tan importante como Bolívar, como Martí, como Mariátegui”.
Secretarias y confidentes
La obra de Horan hace un viaje por la vida de la chilena a través del trabajo y los secretos resguardados por sus secretarias: la chilena Laura Rodig, la mexicana Palma Guillén y la estadounidense Doris Dana. Según la académica, el trabajo de estas mujeres y quien fuera su compañera tejían una minuciosa y valiosa red de trabajo colaborativo que pretendía dotar a la pareja que formaban con Mistral de posiciones privilegiadas en círculos que eran prominentemente de varones. “Cada libro tratará de su secretaria en ese entonces, o su secretaria primaria. Este trata de Laura Rodig, y conocemos por cartas que Rodig fue lesbiana, y no conocemos con certidumbre que ellas fueran amantes, pero es posible, tenían poca privacidad. Pero es posible. La relación secretaria-amiga de Mistral tiene muchas connotaciones. Los roles no son estables y tienen que negociarlos. Esto demuestra cómo las disidencias sexuales son un punto primordial”.
En su intento por llegar a México de la mano de Vasconcelos, Mistral tuvo que pasar por varias pruebas que un grupo de diplomáticos le pusieron para demostrar su capacidad de promocionar a México “no como un Estado desordenado en permanente revolución, sino que un país que tiene diplomáticos, poetas, y poetas muy buenos; un país que estaba entre los líderes de la América Latina”. De ahí su camino fue largo, fructífero y trascendental. Fue la artífice de las reformas educativas en México de Vasconcelos, y diplomática y pedagoga por una larga lista de lugares en los que estuvo intermitentemente hasta el final de su vida. Horan, convencida del infinito legado que aún descubre en la chilena, asegura: “Mistral era (como ella misma observaba) la última de su estirpe”.
Por Erika Rosete / elpais.com