Vargas Llosa y su compromiso con la libertad. Un repaso por cuatro de sus novelas más importantes

Abr. 14.- Mario Vargas Llosa era el último representante vivo del boom latinoamericano, esa generación de escritores que entre 1960 y 1970 convirtió en literatura la identidad, las costumbres y las obsesiones de la América hispana de la segunda mitad del siglo XX. Nacido en Arequipa en 1936, el escritor peruano es autor de varias obras capitales de ese movimiento cuya efervescencia ha sido retratada en tesis de grado, novelas y libros y marcó para siempre al continente.

Vargas Llosa fue uno de los autores más prolíficos del grupo —que también incluyó a Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Miguel Ángel Asturias, entre otros— porque su obra abarca la novela, el teatro, la autobiografía, el ensayo y el periodismo. Pero fue la ficción de largo aliento la que le dio sentido universal a sus creaciones. De hecho, el comité que concede el Premio Nobel lo resumió así al concederle el máximo galardón de la literatura en 2010: “Por la cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”.

Esas ideas están reflejadas especialmente en cuatro de sus novelas. Conversación en La Catedral (1969), un retrato de Perú durante la dictadura del general Manuel Odría. A través del diálogo que sostienen Zavalita y Ambrosio, los personajes principales, la obra desarrolla las restricciones del espacio cívico en el país entre 1948 y 1956, la profunda corrupción de la época y el envilecimiento de la sociedad en su afán por sobrevivir.

En una de las tantas reediciones que se hicieron de esa novela, el propio Vargas Llosa escribió: “Ninguna otra me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola salvaría ésta”. En ese hipotético caso también quedaría a buen resguardo uno de los pasajes más citados de esa novela, y de toda la obra de Vargas Llosa —“¿En qué momento se jodió el Perú?”—, que para muchos sigue siendo una pregunta válida en la actualidad del país natal del autor.

Conversación en La Catedral es el reflejo de la expansión del autoritarismo, de las estructuras verticales de mando y, en contraposición, del esfuerzo por preservar el libre albedrío, temas retratados en La ciudad y los perros (1963), su primera novela, galardonada con el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral, que había seguido al celebrado debut de su libro de cuentos Los jefes (1959).

El autor partió de su propia experiencia como interno de un colegio militar, en el que estudió durante su adolescencia, para desarrollar el eje de su obra que tuvo también otros puntos altos. En Pantaleón y las visitadoras (1973) Vargas Llosa apela al absurdo para cuestionar el concepto de obediencia debida, tan consustancial al pensamiento militar. El capitán Pantoja recibe el encargo de crear un burdel en medio de la selva amazónica peruana como un aliviadero de los oficiales destacados en la zona. No solo la misión que fracasa, sino que Pantoja jamás se atreve a cuestionarlo porque con su educación renunció a su capacidad de cuestionar.

Vargas Llosa no tenía su novela de dictadores, como otros compañeros del boom —Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca), Augusto Roa Bastos (Yo, el supremo)—, antecesores —Miguel Ángel Asturias (El señor presidente)— o predecesores —Tomás Eloy Martínez (La novela de Perón). En 2000 el escritor peruano publicó La fiesta del chivo, el retrato novelado del general Rafael “Chapita” Trujillo, en la voz de Urania, una de las hijas de un cercano colaborador del dictador de República Dominicana. El personaje retorna a la isla para ajustar cuentas con su pasado y repasar el sufrimiento de una sociedad que vivió durante tres décadas bajo la opresión de un caudillo excéntrico.

Todas esas ficciones del escritor peruano representan apenas una parte de la obra de un intelectual que no le rehuyó al debate y opinó con la misma libertad que profesaba en todas las tribunas que tuvo a disposición. Pero en las novelas siempre encontró el terreno para hablar con mayor amplitud de la libertad. Esa defensa a ultranza de la creación como el espacio para ajustar cuentas con la realidad quedó resumida en el discurso que concedió en ocasión de la entrega del Premio Nobel en diciembre de 2010. “Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de quienes quisieran hacerle creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor”.

Información de: cnnespanol.cnn.com

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