El Tren Maya y la soberbia

“Por vez primera en la historia moderna, el PIB del sureste de México creció más rápido que el del Norte”.

ESPECIAL, dic. 17.- Había razones poderosas para no construir un tren maya; pero había otras aún más poderosas para hacerlo. En efecto, no hay un estudio de factibilidad, modelo de negocio o cálculo de rentabilidad que hubiera podido avalarlo en términos de una lógica de mercado. Pero, justamente, había que iniciar el colosal esfuerzo para romper los criterios que no hacen rentable invertir en el sureste. Si una sociedad opera exclusivamente bajo la consideración de tasas de recuperación económica, la electricidad no estaría llegando a una buena parte de los mexicanos, no se construirían metros en el subsuelo de las ciudades o el acceso al agua potable sólo existiría para los pocos que pueden pagar su costo real. El dinero invertido en otras actividades habría tenido un “mejor” desempeño, y sin embargo es obvio que dejar sin electricidad, agua o transporte a una porción de la población resulta no solo injusto, sino a largo plazo inviable. Con las regiones pasa lo mismo.

El Estado está obligado a actuar sobre las desigualdades que generan las lógicas de mercado. El costo beneficio llevaría a invertir donde ya hay inversión, donde la infraestructura se ha acumulado y existen la diversificación y la escala que proporcionan rentabilidad a un negocio. Más en Nuevo León o el Bajío, poco o nada en Guerrero o Oaxaca. Se necesita un enorme esfuerzo para romper estos círculos viciosos. En los años 70 la construcción de Cancún fue uno de ellos, la del Tren Maya, medio siglo más tarde, es otra, con la ventaja de que se trata de un proyecto que involucra a toda la Península y por ende su impacto será más amplio.

Por lo pronto, los resultados están a la vista aun antes de vender el primer boleto. Por vez primera en la historia moderna, el PIB del sureste de México creció más rápido que el del Norte. Hace diez años se habría considerado algo imposible. El efecto combinado de la construcción de la refinería en Dos Bocas, el proyecto Transístmico y el Tren Maya provocaron empleos directos e indirectos y una derrama capaces de romper inercias. Durante los últimos tres sexenios, 2000 a 2018, México creció a un promedio de 2.2 por ciento anual. Este discreto crecimiento esconde terribles contrastes: zonas del norte expandiéndose a ritmos de 8 o 9 por ciento, mientras el sur seguía desangrándose a tasas negativas, salvo en focos como la Riviera Maya o la ciudad de Mérida. Algo trascendente ha comenzado a suceder.

Reconociendo lo anterior, habrá quienes validarán esta estrategia pero seguirán cuestionando la elección de los tres proyectos. Si había que invertir en el sureste ¿por qué en eso y no en otras actividades?. La refinería de Dos Bocas requeriría un análisis específico de pros y contras. Pero los dos grandes, Tren Maya y Transístmico, están pensados como detonantes de algo mucho más ambicioso. Por falta de espacio no argumentaré el impacto que podría tener un corredor rápido que vincule al Golfo de México con el Pacífico, habida cuenta el cuello de botella en que se ha convertido el Canal de Panamá. Si lo llevamos a buen puerto, y nunca mejor dicho, podría ser el proyecto más importante que México haya realizado en varias décadas.

Pero los alcances del Tren Maya no son pequeños. Pasamos tanto tiempo debatiendo sobre la selva o las ocurrencias de López Obrador, que no hemos aquilatado la posibilidad que representa convertir a esta región en un polo mundial de turismo antropológico y ecológico. La mezcla de ruinas mayas, hoy apenas explotadas, selva y mar Caribe pueden convertirse en un imán, si hacemos del tren la primera de una red de infraestructura y soporte cultural y turístico. El ambicioso proyecto del INAH, arrojará docenas de pequeños y medianos museos y el rescate de otros tantos sitios arqueológicos. Una nueva hotelería dispersa en la Península, gracias al circuito del tren, permitiría generar nuevos patrones de consumo turístico incluso para los mexicanos. Para muchos de nosotros el contacto con la cultura Maya se reduce a una visita apresurada a Chichen-Itzá y Tulum, apenas se conoce la ciudad amurallada de Campeche o la prodigiosa naturaleza chiapaneca. El tren maya es el esqueleto sobre el cual podrá surgir un tejido de actividades turísticas, ecológicas, culturales, artesanales y comerciales capaces de modificar las tristes perspectivas que hasta ahora tenían la mayor parte de los habitantes de la zona: desplazarse a Cancún para convertirse en meseros o camareras, malvivir en sus parcelas, emigrar al norte.

Quizá, se dirá, pero el daño a la selva es imperdonable. En efecto, pero pongámoslo en perspectiva. Primero, en términos de los miles de kilómetros cuadrados y lo que representa en ese mar de árboles el trazo de largas líneas delgadas, buena parte de ellas paralelas a las carreteras preexistentes. Segundo, un daño sí, pero acotado cuando se observan las agresiones ecológicas que la zona ha experimentado en materia de construcción con cargo a bosques, manglares y mantos acuíferos por parte de desarrollos turísticos e inmobiliarios salvajes. Un impacto denunciado por ambientalistas, es cierto, pero nunca con la ferocidad, la escala y la ofensiva jurídica de ahora.

Y tercero, y más importante, un tema delicado. Toda actividad humana implica un impacto ambiental. El metano es responsable del 45 por ciento del calentamiento global y la mayor parte de este es generado por las granjas ganaderas, pero veo a muy pocos pasarse al vegetarianismo en aras de salvar al planeta. Ninguno de nosotros va a abstenerse del siguiente viaje en avión, pese al enorme impacto del efecto invernadero. Es importante, desde luego, cuidar la selva, pero antes de cuestionar un proyecto habría que valorar si el impacto marginal que representa el tren justifica cancelar una opción de vida mejorada para los habitantes de la región. Las obras del tren maya afectan los recursos naturales, pero al mismo tiempo propician convertirlos en un activo en beneficio de los habitantes originales que hoy sobreviven con dificultades. Percibo un poco de soberbia y egocentrismo en el empeño de cuidar al planeta con cargo a otros que no seamos nosotros y sí a los que más necesitan; una indignación muy conveniente: hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre.

Pensaría, incluso, que si bien muchas de las protestas en contra del proyecto tenían un sesgo político, otras obedecían a una preocupación ambiental genuina. En conjunto, me parece que obligaron al propio proyecto a acrecentar las acciones reparadoras, a matizar los aspectos más agresivos respecto a los cenotes y a desarrollar el proyecto arqueológico con más ahínco.

No sé ustedes, pero en 2024 saboreo la posibilidad de una inmersión acuciosa en la Península a la vera de su nuevo tren. Algo que nunca he hecho ni pensaba hacer. Y supongo que será el caso de muchos de aquí en adelante. Algo importante se ha puesto en marcha, aunque aún no lo veamos.

Por Jorge Zepeda Patterson

www.sinembargo.mx

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