El fin de Tupperware: por qué el imperio levantado por amas de casa no ha sobrevivido al siglo XXI
ESPECIAL, oct. 4.- Teniendo en cuenta la pasión desacerbada que siente Hollywood por los biopics sobre productos que forman parte fundamental de nuestra cultura pop, llama la atención que las grandes mentes de la meca del cine no hayan centrado todavía su inspiración en la mundanidad de los tápers. Porque uno podría pensar que estos recipientes con cierre hermético usados para conservar alimentos no son tan atractivos para el espectador como las Air Jordan, el Tetris, la BlackBerry o los Cheetos picantes –por mencionar solo algunos de los relatos de origen que han llegado a las salas este año–, pero los hechos indican todo lo contrario. La historia de la mítica compañía Tupperware reúne los ingredientes de las grandes películas: una ambición inasequible al fracaso, aires de grandeza, heroínas inesperadas y el éxito mundial. Pero el desenlace de ese guion podría tener un final trágico, ya que la compañía que universalizó su nombre ve amenazado estos días su futuro. Así se ha producido el auge y la caída de Tupperware.
Tras más de 75 años en activo, la compañía se ha situado en 2023 al borde de la quiebra por la caída irrefrenable de las ventas en los últimos años y su alto volumen de deuda. Ni siquiera una efímera revalorización de sus acciones el pasado agosto –alentada por inversores bromistas que aspiraban a repetir la jugada de Gamestop– ha podido frenar un declive acentuado y sus dirigentes ya han hecho pública sus preocupaciones sobre “su capacidad para continuar”. Son muchas las razones esgrimidas para explicar su decadencia: cambios en las tendencias de consumo, apuesta por elecciones más sostenibles que el plástico, envejecimiento de su imagen de marca, errática transición digital, falta de innovación y una competencia cada vez más numerosa, indistinguible y con productos más asequibles.
Pero uno de los más acuciantes para la empresa, según explica el experto en retail Andrew Busby en The Telegraph, es la agonía del modelo de ventas directas tras la pandemia del Covid-19. Desde la década de los 50, Tupperware ha basado el grueso de sus ventas en reuniones a domicilio, sin intermediación y lideradas por anfitriones independientes. La compañía ofrece a estos embajadores la posibilidad de reunir a un grupo de amigos y familiares, elegir la temática de la party y las recetas que un consultor cocinará para ellos como muestra de las múltiples utilidades de sus productos. Un modelo de prescripción multinivel similar al practicado por firmas de cosmética como Avon o Mary Kay, que empoderó a un buen número de mujeres hace décadas, pero que ve palidecer su interés y efectividad entre la generación Z.
La firma le debe su nombre a su fundador, Earl Tupper. Nacido en 1907, en el seno de una familia de granjeros del Estado de Massachusetts, desde muy pronto demostró un espíritu emprendedor que lo acompañaría el resto de su vida, vendiendo los productos de la cosecha a puerta fría con apenas 10 años. Se autodenominaba como una suerte de Leonardo Da Vinci moderno y tras graduarse en el instituto intentó vender algunas de sus invenciones, como un peine en forma de daga que se ajustaba al cinturón o cigarrillos personalizados. Fracasó en el intento y, tras casarse con Marie Whitcomb, montó un negocio de jardinería y paisajismo que se vio obligado a cerrar tras la Gran Depresión, así que tuvo que conformarse con un trabajo como operario en una fábrica de plásticos. Pero los reveses en el camino no amilanaron su ambición profesional y tras un año trabajando allí compró algunas máquinas moldeadoras y empezó a fabricar recipientes para guardar cigarrillos o jabón. Con la introducción del polietileno como material y la comercialización de envases tan herméticos como las latas de pintura, Tupper Plastics había encontrado por fin su hueco en las cocinas de Estados Unidos y en solo unos años el 76% de los hogares del país contaban con al menos un producto de la firma. El Wonderbowl o Tazón Maravilla, fue su primer superventas gracias a su ligereza y resistencia, y hasta existe la leyenda de que la reina Isabel II guardaba sus copos de cereales en él.
Pero el verdadero responsable de que Tupperware haya conseguido convencer incluso a la RAE de añadir el anglicismo en el diccionario por su popularidad en la memoria colectiva no es Earl Tupper, sino la primera de sus ‘anfitrionas’, Brownie Wise. Natural de un pueblo rural de Georgia, esta visionaria del marketing era una madre soltera trabajadora, con la educación básica, que vivía con su madre y vendía escobas para mantener a toda la familia. Cuando Wise conoció los productos de Tupper, decidió que no iba a convertirse en una vendedora más a puerta fría, sino que organizaría sus propias fiestas con juegos y regalos para demostrar el funcionamiento de un producto tan novedoso, socializar entre vecinas y desmitificar las reticencias que existían respecto al uso del plástico en la época. Wise no tardó en reclutar a otras mujeres que replicarían su estrategia por todo el país y venderían decenas de recipientes cada semana. Uno de los juegos consistía en lanzar por el salón un envase repleto de zumo de uva.
Wise se convirtió en la cara mediática de Tupperware, apareciendo en todo tipo de revistas especializadas y femeninas. En 1951 Tupper la nombró vicepresidenta de marketing, un hito histórico para el feminismo en una época en la que estaban prácticamente vetadas de los puestos ejecutivos. “Brownie Wise y Earl Tupper formaban una pareja extraña, pero perfecta. Ella era extravagante y extrovertida; él, solitario y reservado. Ella buena con la gente; él era bueno con las máquinas. Él sabía producir cosas y ella sabía venderlas”, aduce la PBS. Tal fue su repercusión que hasta la mismísima ganadora del Oscar Elizabeth Taylor haría de anfitriona de una de estas fiestas en su yate.
Pero el fundador, cada vez más opacado por Wise, no pudo contener sus celos y en 1958 despidió a su vicepresidenta. Poco después, también vendería la empresa. Mientras él se embolsó 16 millones de dólares, la compensación por despido de Wise no superó los 30.000 dólares. Earl Tupper se divorció de su esposa y se marchó a vivir a Costa Rica, renunciando a la ciudadanía estadounidense para eludir impuestos y dedicando su tiempo a sus invenciones. El trabajo de Wise sigue siendo hoy reivindicado por profesoras como Alison Clarke, autora del libro Tupperware: The Promise of Plastic in 1950s America. “Creo que su mayor legado es la forma en la que proporcionó una posibilidad de empleo a mujeres que no tenía un acceso al trabajo flexible. Muchas de estas mujeres estaban aisladas de sus familias en los suburbios de las ciudades. Además, solo podías comprar los productos si conocías a alguien que los vendiera, así que era algo exclusivo, social y basado en las relaciones entre mujeres”.
Información de smoda.elpais.com