El j’accuse de Ebrard
ESPECIAL, ago. 18.- Cuando faltaban sólo 12 días para la finalización del periodo de recorridos por el país de las llamadas corcholatas, una denuncia pública de Marcelo Ebrard logró generar por fin algún tipo de interés en la contienda por la candidatura presidencial del oficialismo.
Si yo fuera mal pensado, diría que la bomba que soltó el miércoles el excanciller logró que Morena y sus aliados recuperaran la atención de la opinión pública hacia su proceso, que claramente les había arrebatado la oposición.
No hay, en lo dicho por Ebrard, demasiado nuevo. Su queja de que existe una operación política para beneficiar a Claudia Sheinbaum llega tarde, pues ha sido evidente para todos, ya no digamos desde el inicio de este tour, sino desde mucho antes. Tampoco sorprendió al señalar el dispendio que impulsa las aspiraciones de la exmandataria capitalina.
Quizá lo único novedoso es que, según dicen él y legisladores adheridos a su causa, se están empleando recursos públicos en las giras de su contrincante, pero aún falta que esa acusación sea acreditada con pruebas (ayer, el PRD pidió a Ebrard que presentara la denuncia correspondiente pues, de ser cierto, constituiría un delito).
Es evidente que el excanciller no habría dicho lo que dijo de estar convencido de que va ganar. Al contrario: parece olfatear la derrota en la encuesta y busca salvar cara. En ese escenario, sólo tendría dos opciones: o se queda o se va.
Si se queda, el pataleo bien podría servir para negociar posiciones para él y/o sus colaboradores en la próxima campaña y, en el caso de repetir Morena, en el siguiente gobierno.
Si se va, sus opciones son limitadas. La única sustancial es ser candidato de Movimiento Ciudadano, lo cual le augura una participación meramente testimonial en la contienda presidencial, muy al estilo de la de su lejano antecesor Ezequiel Padilla, quien rompió con el presidente Manuel Ávila Camacho y lanzó su propia candidatura en 1946, inconforme con el destape de Miguel Alemán.
No queda claro cuál de esos dos caminos tomará.
Por un lado, la ruptura con Andrés Manuel López Obrador no ha sido parte de su historia. En las buenas y en las malas, Ebrard ha permanecido a su lado. En 2000, declinó por él en la campaña por la Jefatura de Gobierno capitalina. En 2012 pudo haberle disputado la candidatura presidencial, pues la encuesta aplicada entonces daba para que se interpretara que él la había ganado, pero cedió el paso al tabasqueño.
Por otro, si ha de buscar el máximo cargo público del país, ésta parece ser su última oportunidad. En 2030 tendría 70 años. Entonces, no parece tener mucho que perder. Claro, el gobierno podría desempolvar algún expediente para afectarlo, pero Ebrard también puede tener información para usarla como obús político.
Aún cabe la posibilidad de que las encuestas, que dan una amplia ventaja a Sheinbaum, pudieran estar equivocadas. Hemos visto casos recientes en Guatemala y Argentina, en los que candidatos que no parecían tener oportunidad alguna se han metido en los primeros lugares.
Si realmente va a pesar la opinión de la gente en el sondeo que se aplicará a partir del 28 de agosto —y no está ya todo decidido—, el llamado de Ebrard a echar mano del voto útil le puede funcionar. Al decir “somos Claudia y yo”, está pidiendo a los encuestados que no desperdicien su preferencia en Adán Augusto López o alguno de los otros tres. Si quieres darle un madrazo al dedazo, parece decir, escoge a Ebrard.
La protesta del excanciller puede tener otro efecto: desgastar y exhibir al oficialismo en el camino a la campaña presidencial. De por sí, el escenario cambió por completo con la irrupción de Xóchitl Gálvez en la contienda. Se deslavó la sensación de que el triunfo de Morena es irremediable.
El oficialismo tendrá que aplicarse si quiere ganar. Ahora tendrá que lidiar con la inconformidad de Ebrard, quien podría echar luz sobre algunos de los trucos que se han empleado para favorecer a Sheinbaum y que seguramente se alistan para usarse en la elección constitucional.
Por Pascal Beltrán del Río
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