Auge, caída y reinvención de los memes, esos máquinas de internet

Hace siete años los expertos proclamaron su muerte, pero el formato ha sobrevivido trascendiendo incluso los límites de la red. Hoy existen agencias de publicidad o festivales consagrados a ellos

ESPECIAL, jun. 1.- Un meme une más que un enemigo común. Nos saca una sonrisa aun cuando seamos contrarios a su tesis. Y son difíciles de olvidar. Ahí tenemos el Ecce Homo de Borja, restaurado en 2012 por Cecilia Giménez, que a los 85 años y desde un pueblo de Zaragoza se convirtió en historia de internet. Una década después sigue siendo el meme español más famoso. O el hijo de la Tomasa, de Córdoba de toda la vida, convertido en el yihadista Yassin que nos hizo soltar la carcajada mientras nos amenazaba solemnemente de muerte un día después de los atentados de la Rambla de Barcelona en 2017. Un meme es un artefacto casi mágico que nos pacifica y reconcilia con internet. Así ha sido y así debe seguir siendo. Su éxito ha sido tan absoluto que todo quiere ser memetizado: el marketing, la filosofía, la política, el arte y la ciencia.

Llevamos casi dos décadas de memeceno, la edad de oro de los memes. La denominación es de Álvaro L. Pajares, que ha coordinado un libro con el mismo nombre publicado por La Caja Books. Su caso es paradigmático: mientras enseñaba Literatura Hispánica en la Universidad de Indiana, se puso a hacer memes para sus amigos; luego los subió a Instagram. “Sin cobrar…, en internet es muy fácil ilusionarse con la fantasía de la atención”, reflexiona. Finalmente ha conseguido vivir de ellos. En 2021, durante las elecciones de Madrid, dirigió la campaña Solo un meme. “Los mememakers somos los hermanos pobres de los streamers. Chatarreros de la atención. Bufones de internet que se mueven entre la inspiración y el plagio porque su éxito se basa en replicar formatos exitosos”, define y, de paso, informa: “He dejado de hacer memes, excepto si me los pagan”.

Un buen meme conecta de inmediato con la conciencia colectiva online, una sensibilidad que los expertos han llamado folclore digital y en la que, nos guste o no, nos movemos con gracia y soltura. “Nacen de fragmentos de referentes culturales comunes: una serie, un cómic, una imagen histórica, una noticia, una película, y por eso, aunque no nos identifiquemos con sus ideas, podemos reconocerlos de inmediato”, explican las integrantes de Filles d’Internet, el colectivo que organiza desde 2018 el Memefest, en el CCCB de Barcelona.

Al ser creaciones anónimas compartidas en entornos privados como los grupos de WhatsApp o los foros de internet, nacen con un aura de naturalidad y frescura muy atractivos para el marketing y la política. Elisa Vergara es directora de estrategia en MeMe, una agencia que ayuda a las marcas a convertir sus campañas publicitarias a ese lenguaje. Ha conseguido que los departamentos de marketing la dejen trabajar en paz. “Todo va muy rápido, las tipografías envejecen, colocar los textos arriba o abajo puede parecer intrascendente, pero no, de repente puede enviar una imagen viejuna… Hay que fiarse de los que conocen bien el medio”, explica. Incluso para esos fisgones de los memes, su vida media es un gran misterio. “El de ‘los máquinas’ de Bisbal es de los que mueren rápido, pero hay otros que resucitan mil veces; por ejemplo, cualquiera de la serie The Office”, indica Vergara.

“Mi autoteoría”, dice Pajares parafraseando a la escritora Maggie Nelson, “es que los memes han sido una solución sintética al dilema de la inmensidad de internet, son el producto de consumo ultrarrápido, el fast food”. Es decir, se devoran en segundos, pero sus digestiones son lentas. Se mastican, se tragan, se regurgitan y se rumian. En 2014, un grupo de investigadores que trabajaba para Facebook demostró que un solo meme había sufrido 121.000 variaciones mientras se compartía en 1,14 millones de cuentas. Precisamente ese proceso de resignificación es lo más interesante de los memes de largo recorrido para Filles d’Internet. “Aguantan porque siempre están cambiando, un día significan una cosa y al día siguiente otra muy diferente. Y siempre hay alguien dispuesto a dar la réplica y proponer nuevas mutaciones. Así que es difícil que dejen de existir”, vaticinan.

Sin embargo, en la cronología de Memeceno se fija 2016 como el año de la muerte del meme irónico. “Puede que hubiera muerto a manos de la masa, pero en ningún momento de la historia hubo tantos letrados de su arte”, se puede leer en Memeceno. Para entonces, aplicaciones como PicsArt, Canva o KineMaster habían democratizado el oficio de mememakers, un trabajo al que hay que dedicar una media de seis horas diarias.

Tras la muerte del meme irónico hubo un giro hacia la posironía y luego otro hacia la antiironía. Los memes sustituyeron la transgresión por frases motivacionales: “Atraigo abundancia” o “Si quieres puedes”. La pandemia trajo un atracón de memes y, a la vez, la sensación generalizada de aburrimiento, “el agotamiento ante la búsqueda explícita de viralidad que todo lo vuelve predecible, la sensación de que nada sorprende, un continuo deslizar el dedo por la pantalla en busca de una novedad que nunca llega”, apunta el texto.

Cuando los algoritmos de ­TikTok e Instagram empezaron a ignorar cualquier formato que no fuera un microvídeo o un reel, aumentaron las cuentas de memes abandonadas a su suerte. El propio Pajares cerró la suya en 2022 —”la vida media de un mememaker no suele superar el año y medio”, apunta en su ensayo—. Lo siguiente fue una corriente de memes dedicada a diagnosticar su muerte y la idea cada vez más persistente de abrir un museo para preservar su legado. Es entonces cuando en una acrobacia de supervivencia llegan los hipermemes. “No buscan esencias ni se reivindican como parte de un lugar. Se acompañan de fondos y paisajes neutros (…), se alimentan de referencias pop y las redes sociales de los dos mil, y lo llenan todo de destellos, glitches y tonos flúor”, describe Pajares. En su opinión, sus creadores han abandonado la voluntad de hacer un discurso coherente. Parecería que solo quisieran sobrevivir al algoritmo. Que no es poco.

Por Karelia Vázquez

elpais.com

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