Luces y sombras del navojoense Álvaro Obregón; Felipe Ávila plasma al ‘mejor militar de la Revolución’

ESPECIAL, abr. 19.- Maquiavélico, amoral, sin escrúpulos, traidor, ambicioso, implacable con sus enemigos, megalómano; pero, a la vez, el sonorense Álvaro Obregón (1880-1928) fue “el mejor militar de la Revolución, un político habilidoso y el fundador del Estado mexicano posrevolucionario aún vigente”.

El sociólogo y doctor en Historia Felipe Ávila (1958) entrega Álvaro Obregón. Luz y sombra del caudillo (Siglo XXI Editores), una acuciosa biografía de quien fue presidente de México de 1920 a 1924, “un personaje complejo y poco estudiado”, afirma en entrevista con Excélsior.

“Era importante un nuevo libro sobre Obregón, porque la mayoría de los que se han escrito tienen ya varias décadas y casi todas sus biografías han sido hechas por investigadores extranjeros; en México, pocos que se han acercado a su vida”, explica.

“Estudié a Obregón desde dos puntos de vista. Uno porque fue el mejor militar de la Revolución, el único general invicto, el que derrotó al Ejército huertista y acabó con la División del Norte. Quería ver por qué había sido capaz de derrotar, sobre todo, a Francisco Villa. Encontré que era un genio militar, un gran estratega, el más hábil en los campos de batalla”, agrega.

“Y también me llamó la atención su habilidad política. Obregón fue el primer arquitecto de lo que fue el Estado mexicano posrevolucionario; muy distinto al del siglo XIX y al porfirista, que era controlado por la oligarquía terrateniente, el gran empresariado, donde los sectores populares estaban completamente excluidos”.

“El Estado mexicano que surge de la Revolución incorpora en un nuevo pacto social las demandas de los sectores populares en la Constitución de 1917. Pero también tiene una expresión política con un Estado de carácter corporativo. Obregón es el artífice del pacto social que Lázaro Cárdenas llevó después a su culminación”, añade.

El egresado de la UNAM y El Colegio de México aclara que “la importancia del nuevo Estado, de hacer una alianza estratégica con las organizaciones sociales, la intuye, la ve y la comienza a realizar Obregón. Ni Madero ni Carranza vieron lo fundamental de esto, ni estaban de acuerdo; no querían nada con los trabajadores y los campesinos.

“Ese es uno de los grandes soportes del Estado mexicano, corporativo y clientelar, que se desarrolló a lo largo del siglo XX. Y que en muchos sentidos sigue vigente. La transición a la democracia no ha podido acabar con el corporativismo, sigue vivo”, admite.

El autor de las biografías de Emiliano Zapata y Venustiano Carranza destaca que otra característica del Estado posrevolucionario fue la construcción de una nueva identidad nacional, cuyos principales pilares fueron la educación y la cultura.

“La obra educativa y cultural de José Vasconcelos sienta los cimientos de esta identidad. La que sigue siendo nuestra identidad nacional se construyó durante el gobierno de Obregón. Los maestros rurales, los voluntarios, los muralistas, escritores y artistas, cuya obra se expresa después en la literatura y el arte de la Revolución”, indica.

El actual director del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México también echa luz a las sombras de Obregón. “No tenía escrúpulos para traicionar a la gente que lo apoyó; destrozaba a quien se le oponía, era un adversario temible. Fue un caudillo que no tenía contrapeso, que pasaba por encima de la ley, que se contradecía si eso le beneficiaba”.

Del análisis de los escritos de Obregón, Ávila concluye que su obra más importante fue Ocho mil kilómetros de campaña, en la que hace un recuento pormenorizado de sus batallas, y el manifiesto que escribió para postularse a la Presidencia de la República.

Pero lo que más le sorprendió, admite, fueron sus discursos. “En ellos aparece un Obregón más genuino, más espontáneo. Se nota que era un gran comunicador, alguien que conectaba con su auditorio; muy simpático, dicharachero, ocurrente, carismático, lograba convencer a las multitudes por su sencillez”.

Enfermo por la mutilación de uno de sus brazos, en 1928 se presentó de nuevo como candidato a la Presidencia de la República y fue elegido en medio de una gran crisis política y religiosa. Fue asesinado por el cristero José de León Toral, el 17 de julio de aquel año, en el restaurante La Bombilla de la Ciudad de México.

Ávila prepara ahora una biografía sobre Francisco I. Madero, que espera terminar este año, concluye.

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