La edad no tiene la culpa: ensanchar a partir de los 40 no es tan malo

ESPECIAL, abr. 17.- Las redes están llenas de recetas supuestamente infalibles para deshacerse en tiempo récord de la grasa abdominal y reducir cintura. Casi todas parten del mismo principio: acelerar el metabolismo, una suerte de alquimia biológica que, en teoría, puede hacerse realidad recurriendo a una serie de trucos. Tomen buena nota: se trata de renunciar al alcohol (esto es la panacea, casi todos los recetarios milagrosos insisten en este punto), desarrollar hábitos de sueño saludables, caminar a buen ritmo al menos media hora diaria, controlar los niveles de estrés, moderar el consumo de azúcar, hacer ejercicio aeróbico con cierta frecuencia o, aunque parezca mentira, beber agua con limón.

Eso sí, la mayoría de estas prescripciones informales vienen acompañadas de una cláusula en letra pequeña, un disclaimer en toda regla: tengan muy en cuenta que, a partir de los 40 años, el metabolismo no se deja acelerar fácilmente. Llegada una cierta edad, se enfrentan ustedes a una barrera metabólica, uno de esos obstáculos infranqueables que conducen a la melancolía. El organismo, como un burócrata adocenado y complaciente, se ralentiza sin remedio y se pasa al enemigo, permitiendo que proliferen por doquier improvisados almacenes de grasa. Las hercúleas sesiones de gimnasio y la austera dieta de frambuesas, guisantes y avena ya no dan el resultado apetecido. Redoblando los esfuerzos podrá usted aspirar a alguna pírrica victoria parcial. Pero la gran guerra, en esencia, está perdida.

Los caminos del metabolismo son inescrutables

Hasta aquí, el mito de la desaceleración metabólica, una de las catástrofes, presuntas o reales, que empiezan a afligir al ser humano en cuanto se asoma a la mediana edad. La buena noticia es que al parecer se trata de eso, de un mito. Pero de uno tan persistente que hemos acabado convirtiéndolo en profecía autocumplida. A la supuesta pereza del metabolismo se le atribuye la llamada middle-age spread o expansión de la mediana edad, esa tendencia a crecer hacia los costados o, como dirían Les Luthiers, a volverse “oblongos”, que “en dialecto swahili” significa más anchos que altos.

Sin embargo, un estudio cuyas conclusiones se publicaron en la revista Science en agosto de 2021 y que varios medios de comunicación han citado desde entonces demostró que la velocidad metabólica se mantiene sorprendentemente estable entre los 20 y los 60 años. Es decir, no se acelera ni se ralentiza de manera significativa durante las décadas centrales de la vida adulta. Ni siquiera en el caso de las mujeres que alcanzan la menopausia, el grupo demográfico al que con mayor frecuencia se le atribuye una “expansión de la mediana edad” debida a causas metabólicas. Los autores del estudio, basado en una muestra de 6.400 personas procedentes de 29 países distintos, consideran que “estos datos nos ayudarán a comprender mejor los procesos de formación, crecimiento y envejecimiento de los seres humanos y a desarrollar estrategias de nutrición y salud eficaces y coherentes”. Es decir, no basadas en mitos.

James Gallagher, redactor de Salud y Ciencia de BBC News, explica que “el organismo humano pasa, al parecer, por cuatro fases metabólicas claramente diferenciadas: una de metabolismo acelerado en la primera infancia (coincidiendo con la fase inicial del desarrollo), una desaceleración leve que dura aproximadamente hasta el final de la adolescencia, un largo periodo de estabilidad adulta y, a partir de los 60, una nueva desaceleración, esta vez bastante aguda, que suele ser la antesala de las enfermedades de la vejez”.

Tal y como destaca el doctor Tom Sanders, del King’s College de Londres, el análisis científico sugiere que en torno a los 40 años no ocurre “nada especialmente significativo” desde el punto de vista de la velocidad metabólica. Ni la caída de estrógenos femenina ni el declive de la testosterona masculina determinan que nuestro organismo abandone el carril rápido y se embarque en una especie de huelga de celo que nos hace engordar sin remedio: “El gasto energético, que es el medidor más fiable de la velocidad metabólica, apenas disminuye”, de manera que la middle-age spread no puede atribuirse a esta causa.

Sanders añade que, pese a todo, sí tendemos a engordar a esas edades: “La adiposidad creciente, es decir, el incremento de la tendencia a generar depósitos de grasa, es un fenómeno propio de la quinta década de la vida que está muy bien documentado”. Las nuevas evidencias no lo discuten, pero apuntan a que se debe a otras causas. ¿Cuáles?

Otras líneas de investigación

Según Sara Novak, redactora de la revista New Scientist, una vez descartado el falso culpable, toca, como en Casablanca, interrogar de nuevo a los sospechosos habituales. Ese anillo de grasa en torno al vientre o al abdomen que algunos han bautizado como “la otra curva de la felicidad” se debe “a lo de (casi) siempre: malos hábitos como la falta de ejercicio y una dieta deficiente”.

A nuestro metabolismo no le ocurre nada anormal. Mantiene, en la mayoría de los casos, intacta la capacidad de respuesta, por lo que librarse de esos kilos de más resulta tan sencillo en términos metabólicos a los 45 años como a los 25. Lo que tal vez sí resulta bastante más complicado, en opinión de Novak, es “adoptar un estilo de vida saludable en momentos en que tanto las inercias cotidianas como el profundo arraigo de los malos hábitos conspiran para impedirlo”. Es decir, que volver al gimnasio a hacer ejercicio aeróbico intenso resulta, por poner ejemplo, mucho más difícil cuando uno supera de largo los 40, está inmerso en una rutina frenética y siente que ha dejado de ser dueño de su tiempo, otro fenómeno “muy propio de la mediana edad”.

Más que de desaceleración del metabolismo, cabría hablar de estilos de vida acelerados y de seres humanos cansados de tanto trajín. En palabras del doctor Sanders, se puede argumentar que la “epidemia de obesidad” que se está registrando entre los mayores de 40 años del primer mundo “la impulsan el consumo excesivo de energía alimentaria y la reducción en paralelo del gasto energético”.

Otra línea de interpretación sugerente, complementaria a la anterior, es la que establece una conexión entre las dos curvas de la felicidad: la anímica y la que hace que no quepamos en nuestros propios pantalones. Un estudio conducido por el economista británico David G. Blanchflower, de la universidad estadunidense de Dartmouth, estableció que el grado de felicidad subjetiva de las personas depende, en gran medida, de la edad. Basándose en respuestas de una muy amplia muestra de ciudadanos de 145 países, 109 de ellos desarrollados, Blanchflower estableció que el cénit de la felicidad se alcanza muy pronto, en la primera infancia, y empieza a perderse en cuanto arranca la pubertad.

A medida que cumplimos años, la felicidad percibida va menguando hasta llegar a su punto más bajo, el nadir anímico, que se produce en torno a los 47 años. Luego, por poco intuitivo que esto resulte, los niveles de satisfacción vital tienden a recuperarse para acabar formando una gráfica en forma de U. Aunque parezca mentira, puede que el infierno de la infelicidad sea una de tantas enfermedades que se acaban curando con los años.

Al hilo del estudio de Blanchflower, la expansión de la mediana edad podría atribuirse a causas psicológicas. Tal vez engordamos porque somos infelices. Porque se debilitan nuestro instinto de conservación y nuestro apego emocional a la vida. Porque nos damos de bruces con la realidad, nos instalamos en una insatisfacción difusa y nos sentimos menos proclives a desarrollar un estilo de vida saludable. Novak coincide en que “un cierto grado de infelicidad o insatisfacción vital” puede ser una de las causas que expliquen que muchos de los que entran en la mediana edad desarrollen estilos de vida comparativamente “poco salubres”. La curva de la felicidad sería así, más bien, la curva del desánimo.

Mejor bajo la piel que en el páncreas

Queda, pese a todo, examinar la cuestión desde un punto de vista más halagüeño. La expansión de la mediana edad no tiene por qué ser necesariamente un fenómeno negativo. Después de todo, un cuerpo más estrecho no es preferible en todas las circunstancias. Un artículo de The Guardian aporta un punto de vista refrescante al incidir en que algunos tipos de expansión horizontal o incluso de obesidad moderada pueden ser beneficiosos para la salud.

Todo depende, en última instancia, de dónde se almacene la grasa. Mejor bajo la piel, aunque resulte mucho más visible, que en el hígado o en el páncreas. El índice de masa corporal no cuenta toda la historia. Ciertos niveles de adiposidad adecuadamente distribuida pueden resultar saludables. Por supuesto, uno no elige en qué partes de su organismo se acumula la grasa. El doctor Hanieh Yaghootkar, autor de uno de los estudios de referencia en la materia, precisa que ese detalle crucial depende, como casi todo en esta vida, “de la lotería genética”.

Ante la duda, el artículo de The Guardian concluye, con humor corrosivo: “Esos kilos de más son, en efecto, culpa tuya”. Así, explica que no se pueden atribuir a ninguna perversa conjura del metabolismo, y que deberíamos considerar seriamente la conveniencia de eliminarlos. ¿Cómo? Pues miren, con fibra, largos paseos a velocidades de marchador olímpico, cerveza sin alcohol, agua con limón y una cierta dosis de felicidad. Y, a ser posible, sin excusas.

elpais.com

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