El Ejército sí, pero…

Me cuesta entender la defensa a ultranza que el Presidente está haciendo de los militares. Hay razones legítimas y defendibles para incorporar a las Fuerzas Armadas, pero tal decisión tendría que ir acompañada de las medidas para responder a los comprensibles temores que eso entraña.

ESPECIAL, abr. 23.- Ejército sí porque son buenos, o Ejército no porque son malos, es un debate insuficiente. Me parece que hay motivos que obligan a recurrir a los militares, pero también hay razones para establecer límites y precauciones. Hace rato dejamos atrás la situación de “todo o nada”; para empezar, desde que Calderón los convirtió en fuerzas de ocupación en varios territorios. Sin embargo, buena parte de la discusión se sigue dando en términos binarios y absolutos, tanto del lado oficialista como de sus adversarios.

El debate tendría que ser otro. En la explicación que el Presidente ha hecho para  recurrir a los militares se han colado buenos y malos argumentos. Pero también de parte de sus críticos. Tiene razón López Obrador cuando afirma que la situación de inseguridad es tal, que resulta absurdo tener a 300 mil elementos armados sin utilizar frente a un problema que ha devastado a regiones completas. La capacidad de fuego del crimen organizado superó hace rato a la de las policías federales y estatales a lo largo de todo el territorio. No hay patrullas municipales o estatales capaces de enfrentar a un contingente de 30 camionetas y un centenar de sicarios con armas automáticas y bazucas.

Es muy cómodo afirmar, como si viviéramos en Suiza, la traición que supone que un izquierdista o un demócrata acepte la intervención del Ejército en la seguridad pública. Más bien creo que es inhumano e irresponsable pedirle paciencia a tantos habitantes sujetos a la violencia, obligados a abandonar sus pueblos y a perder sus tierras o a sus hijos ante la impunidad de las bandas. Y si bien es cierto que en un mundo ideal la respuesta sería la formación de policías profesionales y honrados, es un proceso que tomaría varios años, en el mejor de los casos. No es casual que los gobernadores y habitantes de las zonas más bravas soliciten la presencia de militares y Guardia Nacional. Es fácil criticarlo desde las zonas residenciales de la Ciudad de México. Algo tendría que decirnos el hecho de que Calderón, Peña Nieto o López Obrador, pertenecientes a tres partidos distintos, hayan coincidido en lo mismo: recurrir a los militares. Lo que tienen en común, a diferencia de los que solo opinamos, es que ellos, al igual que los gobernadores, son responsables de hacer algo frente al problema.

Pero dejar de satanizar al Ejército no significa que tengamos que beatificarlo. Si debemos recurrir a un poderoso antibiótico no podemos ignorar los daños colaterales y mucho menos asumir que resuelve el problema de fondo. Me cuesta entender la defensa a ultranza que el Presidente está haciendo de los militares. Hay razones legítimas y defendibles para incorporar a las Fuerzas Armadas, pero tal decisión tendría que ir acompañada de las medidas para responder a los comprensibles temores que eso entraña. Preocupa que ante las evidencias de que el secretario de la Defensa y sus familiares viajan de manera ostentosa con posible cargo al erario, AMLO responda que Loret de Mola también gasta de manera suntuosa; que frente a la exhibición del probable espionaje que hace el Ejército a defensores de derechos humanos, el Presidente descalifique a quien mostró esos hechos y anuncie la necesidad de reservar cinco años toda información relativa a las Fuerzas Armadas. En realidad tendríamos que ir en la dirección opuesta: establecer prácticas de rendición de cuentas, transparencia, respeto a los derechos humanos por parte de los generales.

El tema en disputa en este momento es la adscripción de la Guardia Nacional en la secretaría de Seguridad Pública o en la Secretaría de la Defensa. Como sabemos, la Suprema Corte decidió en favor de la primera opción, entre protestas del Presidente, quien afirma que es un error capital y anuncia que buscará un congreso con mayoría calificada para revertir la medida.

Pero el debate, una vez más, se ha dado en términos de descalificativos con muy poco análisis sobre las implicaciones de una y otra opción. El argumento del presidente de que si la GN se queda en la SSP podría caer en manos de un García Luna corrupto es insostenible, porque eso significa tener más confianza en los generales que en el voto del pueblo o en su sucesor para elegir a un funcionario capaz y responsable. La salida de la corrupción pasa por una transformación, no por entregar el poder a los militares en aduanas, puertos, aeropuertos o actividades turísticas y volverlos empresarios. Bajo esa lógica en algún momento habría que pedirles que controlen el SAT para impedir que los Videgaray o los Pedro Aspe hagan de las suyas.

Mucho más interesante es el argumento del analista Juan Pablo Morales Garza, quien sugiere que el paso de la GN a la Sedena podría ser el principio de una especie de desmilitarización de las fuerzas armadas. Entraña una tesis sugerente (aunque no lo explicite): si México no va a ser invadido y el principal uso de la Marina y el Ejército es interno, habría que convertirlos paulatinamente en una fuerza civil: las dos entidades disminuirían en el número de elementos, mientras la GN, dentro de la Sedena, aumentaría en tamaño, reclutaría y capacitaría a sus miembros en criminalística y derechos humanos. No suena mal, pero no parece sencillo. Primero, no está claro que los generales estén de acuerdo con esa tesis (desmilitarizarse, reducirse). Segundo, si la GN  pasa a la Sedena, la lógica lleva a pensar que la formación de los nuevos cuadros tendería más a ser castrense y no precisamente en técnicas detectivescas que no es el fuerte de los militares. Si alguna posibilidad cabe de que la GN sea realmente civil es más probable que se consiga en la SSP. Tercero, creer que la SSP sería encargada del diseño de la estrategia de seguridad, mientras que la Sedena solo sería operativa, es asumir una docilidad de los generales que no existe. Cuarto, asumir que la Sedena y las fuerzas armadas no son lo mismo es correcto solo en teoría; en la práctica no hay civiles en ese ministerio; es cierto que el secretario es elegido por el Presidente, pero a partir de la lista de generales encumbrados por ellos mismos, algo que no sucede en ninguna otra secretaría.

Por lo pronto, el Presidente nos pide confiar en los militares y apoyar su creciente protagonismo, sin darnos los argumentos para construir esa confianza. Es difícil compartir esta convicción de manera incondicional. Del otro lado, rechazar la participación de las Fuerzas Armadas de manera categórica como hacen algunos de sus críticos, no solo es irresponsable ante muchos mexicanos flagelados por la violencia, equivale simplemente a negar una realidad vigente desde hace 15 años.

Por ahora toca fortalecer y profesionalizar en términos policiacos a la GN y convertirla en una verdadera fuerza civil, con la apreciable ayuda de los militares. Mientras no existan mejores argumentos o evidencias me parece que esa vía, complicada como es, resulta más viable adscrita a una dependencia civil que a una militar. El Presidente nos pide que dentro de 13 meses, en las elecciones, le entreguemos la institución a los generales de manera incondicional. Sin los contrapesos y mejores razones, me parece un salto al vacío. Veremos si eso cambia.

Por Jorge Zepeda Patterson

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