Tiempo y dinero

Lunes

Voy a un café, tengo que hacer tiempo. El chico que me atiende en la caja me dice que la barista está en un período de descanso, que en diez minutos vuelve. No hay problemas, le digo. Tengo que hacer tiempo, pienso.

Pago y me siento en una mesa. Veo como otros clientes pasan por lo mismo, y algunos otros clientes ya estaban como yo, esperando.

La situación se vuelve exasperante en pocos minutos: es un café muy chico y estamos todos esperando que pase algo que nunca pasa. La barista que no vuelve, el chico de la caja que evidentemente no sabe usar la máquina. Me detengo a observar sus tatuajes, algunos de ellos son infantiles, no sé cómo explicarlo pero lo son. Nadie habla. Somos todos hombres. Creo que todos queríamos hacer tiempo, pero no así.

Me voy del café sin el café, pasó el tiempo que necesitaba. Pagué 1800 pesos un flat White invisible. Escuché una canción de Pulp que no escuchaba hace mucho. Pensé algunas cosas, pero no me quejé. Fue una absurda escena del presente.

Martes

Otra vez tengo que hacer tiempo en la misma zona en la que ayer pedí el café invisible. Esta vez decido esperar en la plaza de Suipacha y Arroyo, en donde estuvo la Embajada de Israel. También me gusta perder el tiempo ahí.

Hago algunas cosas con el teléfono, pienso en lo que pasó ayer, que lo puedo escribir como para arrancar la semana. Pienso en que debí quejarme, que me devolvieran el dinero o que me hicieran un café así nomás. Llevarme algo.

Vuelve a pasar el tiempo.

Ahora estoy en una reunión de padres. Cada tópico se hace un poco más largo de lo que debería. Explican que los chicos tienen que llevar el guardapolvos, no es un tema que sea problemático en mi casa, es una regla que cumplimos, entonces toda la explicación de la importancia del guardapolvos se me hace eterna. Así con casi todos los temas.

La directora habla con voz de directora. Eso sí me gusta. Un estilo que no prescribió.

Me detengo a leer algunas de las intervenciones en el pupitre. Pienso en esas manos que marcaron el trazo en la madera. El tiempo perdido de un alumno. Me queda lejos en el tiempo pero no en la memoria.

Ultimo tema de la reunión: nos avisan que los boletines ya están disponibles para ver en una aplicación del gobierno de la Ciudad. Es un sistema que me parece desafortunado. Se pierde algo importante de la ceremonia que implicaba el boletín de calificaciones en formato papel (lo recuerdo un papel grueso, acartonado, creo que todos podríamos evocar hasta el color del boletín. Consigna para el lector: ¿De qué color era el boletín de tu escuela?).

Vuelvo: había algo trascedente ahí, con la custodia y la entrega del boletín del alumno al padre, que revisaba las notas y que firmaba (firma del padre, madre o tutor). Ahora ver el boletín es como ver una historia de Instagram, un scrolleo en el teléfono celular sin prestar mucha atención. Ni siquiera el niño advierte que esté pasando algo importante. Es decir, te ve como siempre, mirando el teléfono celular.

Pero supongo que es inútil quejarse. No tiene vuelta atrás.

Todo eso lo pienso en la reunión y no lo digo.

Quisiera un café.

Miércoles

Guardo unos dólares que saqué del banco y que habían quedado en el bolsillo de una camisa. Nada importante pero tampoco desdeñable. Pero sí me inquietó encontrar los dólares en la camisa, andar todo el día con ellos a cuestas, un descuido inesperado. A la noche los pongo en un sobre amarillo con otros dólares más que hay en casa, nada importante. Pero descubro en ese sobre la letra de mamá, un trazo inequívoco, imposible de confundir, como si viera ahora todas las anotaciones de su vida condensadas en esas pocas letras que ilustran este sobre amarillo.

Recuerdo también su firma estampada en el boletín, una B larga que se adivinaba en el garabato.

Jueves

Un momento trascendental. Voy hasta la editorial a retirar los libros. El día es hermoso y todo sale bien, encuentro estacionamiento en la puerta, me reciben con alegría, yo intento corresponder esa alegría, me digo todo el tiempo a mí mismo, no seas tan hosco, demostrá alegría, demostrá felicidad,  pero no me sale. Me preguntan todo el tiempo si estoy contento, si estoy feliz. Claro que lo estoy. Decido exponer esta sensación que manejaba por dentro. Claro que estoy contento pero no soy demostrativo, soy un desastre, no me sale.

Paréntesis. Escribí un libro. Se llama “Esto lo puedo estar inventando”, muchos textos del newsletter (sobre todo de la primera etapa, años 2018, 2019, 2020), más algunos textos nuevos, más un poco de desorden y edición (el desorden está copiado del “Diario del Dinero”, de Rosario Bléfari). Me gustó mucho hacerlo, me ayudó mucho Matías Bauso, lo editó La Crujía, con un equipo espectacular que diseñó una tapa hermosa y estuvo atenta a mis (pocos) caprichos. Lo encuentran en librerías de todo el país (esta es una obviedad notable, impropia de alguien que amerite ser leído)

Estoy contento.

Ahora tenés que plantar un árbol. Lo que más me dijeron. Es notable la popularidad de esa frase.

Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro. Y tomar un café. Y no ser tan parco. Ser más demostrativo. No gastar en boludeces. Aprender alguna manualidad. Hacer actividad física. Comer más sano. Mirar más series. Leer más libros. Plantar más árboles. Separar la basura. Llamar a DirecTV para que me hagan un descuento. O dar de baja el cable. Para tener más tiempo. Y escribir otro libro. O tomar café.

Viernes

Colectivo: a la ida, Benito viaja en un asiento individual, para estar cerca de la puerta y especialmente del timbre. Lo sigo con la mirada, veo sus enfoques, sus derivas, intento meterme en su pensamiento. Sus misterios y sus silencios. Qué cosa extraña tener un hijo.

Un señor se sienta al lado mío y me habla. Se ve que advierte que lo estoy mirando y pregunta: “¿Ese pibe está solo?”.

“Está conmigo”, respondo. Y pienso: está conmigo y estoy intentando adivinar sus silencios. El tipo se parecía al viejo de la película Mi Pobre Angelito, un tipo hosco, vestido con saco y pantalón pero un poco sucio, en el fondo noble detrás de su aspecto desmejorado.

Bajamos del colectivo, Beni entra a la escuela y me saluda apenas con la mano. Arisco.

A la vuelta, viajo en el mismo bondi pero ahora mi atención está puesta en unos tipos que llevan unos espejos enormes. Son vendedores ambulantes que se bajan a la altura del Obelisco, calculo que van a trabajar a la zona de Florida y Lavalle. No entiendo bien el negocio, cuánto puede costar cada espejo, la logística del traslado (cada uno lleva dos espejos; debí aclararlo antes, son bastante grandes, tendrán un metro de alto). A la vez me empieza a parecer irresistible la idea de comprar un espejo, como compra impulsiva, me parece mucho mas divertido y desconcertante, caer con un espejo a casa y que Sol me diga “para qué compraste eso” y yo responder con la mejor cara de boludo posible “no sé” y llevarlo directo al lugar de las cosas que no se usan.

Pero no compré nada, se me ocurrió todo después.

Ahora que escribo lo último pienso en todo lo que no digo sobre la vida que nos ocupa tanto tiempo, las elecciones, lo que pasó el domingo, lo que siguió después con las idas y vueltas, la muerte de Ricardo Iorio. Pienso si este newsletter no es a veces un recreo, pero mejor no pensar tanto. Sale como sale.

Dejamos acá.

Por DIEGO GEDDES

eldiario.substack.com

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